viernes, diciembre 24, 2004

Felices Fiestas...Felices...En fin...

Que era un anciano lapón, o de la estepa rusa. Que tenía barba blanca. Bien. Eso es verosímil. El resto (que en su barba y en su barriga residía su encanto, que embrujaba de felicidad a los niños, que repartía regalos, que viajaba en renos, que reía todo el tiempo a más no poder) no. Todo inventado por encargados de marketing. De todas maneras, los hombres y mujeres del siglo XXI no tienen ninguna culpa de haber heredado tradiciones milenarias. Porque después de todo, las historias no son nada sin hombres y mujeres vivos, con nombre, apellido y nariz que las protagonicen. Pero además, ¿a quién le importa un pepino algo sobre esa cosa llamada “espíritu navideño”? ¿Qué sentido tiene ser bueno una semana al año? La culpa, si alguien la tiene, es de los de marketing. Hoy y en el año cero de nuestra era.
Desde mediados de noviembre la gente se da cuenta de que el año termina cuando las botellas de Coca Cola empiezan a venir con una etiqueta alegórica protagonizada por el barbudo de uniforme rojo. A esa altura, el hombre urbano tiene saturada la cabeza de “promos” y las campañas de Navidad terminan de quemársela. ¿Cuántas “promos” puede tolerar la Humanidad? Oh, Navidad llegó.
¿Qué sentiría un chico de 8 años de un pueblo de la estepa rusa ante la imagen feliz de Viracocha, el dios Inca, sonriendo desde una botella? ¿Qué puede entender, entonces, un chico de ocho años de la Puna argentina cuando ve a ese señor vestido de rojo, de barba y pelo blanco, sonriendo desde las etiquetas de las botellas de Coca Cola? Tal vez lo mismo que un niño de Callao y Libertador, pues este tipo de tradiciones hace siglos que tienen buena prensa. Después de todo la inocencia es un atributo universal que sigue viviendo en cualquier niño. Tener ocho años y escuchar que un señor vendría a repartir regalos sonaba bien. Este año, y el año que viene será lo mismo. Acá y en cualquier lugar del mundo.

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